En la calle, tan sólo el silencio
de la nieve tranquila al caer. Ni un alma vagabundeaba ya a esas horas por tan
fríos adoquines. La oscuridad espesa hacía difícil ver qué había más allá del
cono de luz de las farolas. Las casas y edificios eran sólo mudos testigos de
la quietud más desesperadamente oprimente.
La escarcha se aferraba a
cristales de ventanas y escaparates, quedando éstos con un aspecto quebradizo y
sucio. En el interior de las casas, las gentes dormían con pijamas de invierno
y calcetines, ovillos de lana bajo pesadas mantas, en un intento de repeler al
afilado frío que pujaba por colarse por el resquicio más pequeño y enfermar al
descuidado desgraciado. Las brasas aun emitían un suave fulgor mientras perdían
su calor abandonadas en braseros y chimeneas. Los niños se escondían tras las sábanas
de los consabidos monstruos que en esas noches gélidas recorrían la cuidad en
busca de tierna carne bisoña.
En las tiendas y talleres, el
género aguardaba paciente a que el sol calentase lo suficiente como para
devolver la vida a las calles. Los maniquíes miraban a través de aquellos
cristales con escarcha con la mirada perdida en, tal vez, días mejores en los
que poder ejercer su función y atraer la mirada de los transeúntes. O quizás
soñaran con ser una de aquellas personas con pijama y calcetines…
Sin embargo, había un escaparate
que no era más que una ventana a la misma oscuridad encantada que inundaba la
ciudad aquella noche. Si hubiera habido alguien que acercase su rostro al
cristal y con su aliento derritiese la escarcha, tras forzar un poco la vista
quizás hubiera huido lleno de pavor al verse observado por cientos de rostros
mudos, de ojos fijos y bocas en otras cien muecas distintas. Seres que parecían
a punto de abalanzarse sobre uno, con intenciones imposibles de adivinar. Si se
fijara ese valiente un poco más, vería un increíble entramado de cuerdas y
cordeles que nacían en esas criaturas y ascendían hacia la oscuridad del techo.
Los había de todas clases: dulces princesas con cara de ángeles y vestidos
pomposos, músicos aferrados a sus instrumentos de todas las clases, caballeros
recién llegados de vivir aventuras, abuelas, abuelos, niños, animales, payasos,
demonios, dragones, gigantes, sirenas…
Pero había uno en especial que
llamaría la atención del entrometido observador. En un rincón en el suelo, bajo
una mesa, descansaba un señor de madera embutido en un traje raído y sin apenas
ya color. Se hallaba sentado con las piernas estiradas hacia delante, y el
pantalón que parecía haber sido otrora azul, se subía dejando a la vista unos calcetines
ya más grises que blancos, con agujeros de ratones, y zapatos negros de botón,
con la suela despegada. Su barriga redonda y cansada resaltaba envuelta en una
camisa amarillenta y un chaleco de botones que había conocido mejores tiempos.
Por todo abrigo para tan fría noche, una chaqueta del mismo azul corrompido.
Todo ello coronado con una palomita roja que sí guardaba algo de su fulgor. En
el rostro, una larga nariz aguileña ensombrecía una boca pequeña y fruncida con
las arrugas de la edad. Sus ojos negros se hundían en sendas cuencas bajo unas
pobladas cejas blancas. Cuatro pelos se afanaban por hacer el trabajo de sus
compañeros caídos, y para terminar, una puntiaguda barbilla daba al conjunto un
aire de edad y seriedad que no podía menos que despertar respeto.
Aunque la primera sensación fuera
de temor ante tan severa faz, si el espectador profundizase un poco más en sus
viejos ojos negros, descubriría que no era un temperamento cascarrabias lo que habitaba
en aquellas piezas de madera, sino una pena intensa, amarga, dolorida. El mar
negro de aquellos ojos destilaba temor, advertencias hartas ya de ser
ignoradas, consejos silenciosos y el dolor más terrible de quien sabe el horror
que se avecina y no puede hacer nada por evitarlo.
Y es que lo que no sabe nuestro
imaginario espectador, ni las gentes que duermen plácidamente en sus camas, es
el calor de la furia que inunda la estancia al otro lado del cristal. Los
susurros en el idioma del entrechocar de brazos y piernas de madera, en el del
temblor de las cuerdas, susurros que hablaban de complot y venganza.
Hartos estaban marionetas y
títeres de acatar las voluntades de aquellos que se creían mejores. Sedientos
de voluntad propia y libertad. Quería cortar los hilos de la opresión que, a
pesar de ser finos y estar disimulados, a nadie engañaban. Cansados de bailar,
brincar, cantar, tocar, caer y trepar para el disfrute de unos pocos tiranos
que, ignorando los propios deseos del guiñol, les obligan a acatar los suyos
propios. “¡Esto no es vida!” gritaban en su lengua, y trazaban planes para
hacer sufrir a los humanos lo que ellos mismos ya llevaban demasiado sufriendo
en sus vetas. Los más temibles abogaban directamente por el sacrificio de las
masas, a los más dulces les bastaba con que les dejasen libres. Nadie escuchaba
al anciano del traje ajado, ninguna de aquellas almas furiosas quiso entender
lo que él trataba de explicar.
El morboso júbilo de una masa
sedienta de sangre y venganza fue enardeciendo el ambiente. El calor de la
rabia aumentó, y el hipotético espectador tendría ante sus ojos el dantesco
paisaje de unos seres de madera flotando colgados del techo, vibrando y
entrechocando en un ruido demoníaco que haría fallar las rodillas del más
valeroso, el calor de la habitación se ponía de manifiesto en una luz roja y
anaranjada que se alzaba desde al suelo. Los endemoniados títeres se
zarandeaban en posturas grotescas al ritmo de la venganza consabida, con muecas
de éxtasis.
Quiso hablar el anciano, pero la
juventud rabiosa no escuchaba, quiso explicarles que la libertad que ellos
querían no la lograrían al deshacerse de sus cuerdas y esclavizar con ellas a
los humanos. Quiso que comprendieran que al privar al humano de su libertad no
serían mejores que ellos. Quiso que entendieran…
Ya despuntaba el sol y los
primeros pijamas fueron cambiados por los trajes de tarea. La oscuridad
retrocedía y el frío abandonaba la ciudad que por unas horas había gobernado.
Las calles comenzaron a llenarse de personas que se afanaban en sus quehaceres
cuando un extraño rumor hizo que se concentraran al pie de nuestro escaparate
donde, las marionetas, en su alborozo, no habían notado que la noche se acababa
y seguían con sus danzas fantasmales.
Allí llegaron curiosos, eruditos,
policías y religiosos, y tras horrorizarse ante tan bizarro espectáculo en el
que los muñecos había cobrado vida durante la noche aciaga, decidieron pasar
por el hacha al maligno artesano junto con sus obras endemoniadas. Porque ante
el miedo de una masa conchabada dispuesta a rebelarse contra el orden
preferente establecido, más vale no dejar títere con cabeza.
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