El reclamo que suponía el olor de la muerte era infalible. Al poco
la vi llegar con la velocidad propia de quien se llena el estómago cada día,
despacio. Se arrastraba sigilosa, elegante, su lengua bífida salía a intervalos
regulares de sus fauces relamiendose por adelantado, segura de su triunfo en un
lucha incecesaria. El ratón muerto colgaba de mi mano y ella lo observaba con
toda la codicia capaz de mostrar los ojos fríos de una serpiente. Llegó hasta tu
trofeo y se irguió poderosa, con la fuerza de unos músculos bien desarrollado a
pesar de su juventud, Abrió sus fauces mostrando sus temibles colmillos y, con
un movimiento tan rápido que no encajaba con su anterior parsimonia, me
arrebató el pequeño roedor de las manos, sin hacerme ni un rasguño. Ella se
llama Andrea y sabe muy bien que no se muerde la mano que te da de comer.
Nunca habría imaginado que
me encontraría una cría de boa en la laguna de mi pueblo donde, como mucho, había
visto pasar serpenteando aterrorizada alguna culebrilla sin importancia. Seguramente
alguien aficionada a los animales exóticos la había comprado para luego, por
alguna razón que desconozco, abandonarla en aquel hermoso humedal. Indagué
algún tiempo sobre ello, pero cómo había llegado Andrea allí, seguía siendo un
misterio.
Recuerdo que me quedé muy quieto cuando aquella insignificancia de
treinta centímetros se paró en medio del camino y levantó su cabecita
desafiante. Yo me quedé hipnotizado por sus ojos negros y no puede evitarlo; me
agaché y alargué la mano hacia ella, que trató de morderme asustada, pero tan
pequeña era que no tenía desarrollados los colmillos y yo conocía la especie,
no era venenosa.
La cogí por detrás de la cabeza y ella se enroscó en mi brazo intentando
el abrazo mortal que su cuerpo, aun enjuto, no podía realizar, pero que
resultaría mortal cuando fuera adulta.
Pensé en llamar a la protectora de animales, pues podría romper la
cadena alimenticia cuando fuera una depredadora efectiva, dentro de unos años.
Luego la miré y resolví algo mucho mejor que todo aquel ajetreo: decidí
quedármela.
Era una oportunidad única para un amante de los reptiles como yo y
no pude resistirme. Cuando llegamos a casa, y a falta de la debida urna de
cristal, la metí en una caja de zapatos con un poco de carne picada que había
comprado. Debería quedarse ahí hasta que colocara tablas de madera en puerta y
ventanas y tapaba todos los orificios por los que podría escaparse. Pero ya
estaba bien por ese día, me acosté y soñé con ella.
A la mañana siguiente Andrea no estaba en la caja. Ya pensaba que
se había ido, cuando vino hasta mis pies suplicando comida. Ese día decidí que
no haría nada para encerrarla y tampoco hizo falta, pues ella nunca intentó
escaparse, nunca me dejaría solo.
Pasó el tiempo y Andrea crecía fuerte y sana. Nunca se supo que yo
tenía un boa en casa, pues seguramente me la habrían arrebatado y, puesto que
yo vivía sólo, no fue difícil de ocultar. Pero aquello iba a cambiar.
Había conocido a una chica, a la mujer de mi vida. Todo era
perfecto y yo era feliz, pero la cosa mejoró aún más cuando decidimos que
Sonia, mi novia, viniera a vivir conmigo.
Cuando se instaló, mientras colocaba su ropa al lado de la mía en
el armario, Andrea decidió mostrar su presencia por primera vez, pues era muy
curiosa. Sonia gritó aterrorizada pero yo cogí a Andrea e hice las presentaciones.
Sonia no lograba entender mi pasión con Andrea pero no tuvo más
remedio que aceptarlo y se quedó con nosotros aunque se horrorizaba cuando se
encontraba a Andrea por el pasillo.
Pasaron dos meses y un día, cuando regresé del trabajo encontré a
Sonia hecha un mar de lágrimas en la salita. Aseguró que “mi asquerosa serpiente”
la había atacado y que no podía aguantar más aquella situación:
-
Se acabó, es ella o yo.
Mi miró muy seria y yo, con lágrimas en los ojos, en silencio, me encogí
de hombros. Estoy completamente seguro de que Andrea sería incapaz de atacar a
nadie.
Sonia hizo sus maletas aquella misma noche y se fue. Yo me quedé derrotado
en el sillón llorando, con el alma y el corazón rotos. Andrea pasó toda la
noche enroscada sobre mis piernas. Había pasado de los ciento cincuenta
centímetros y aquella noche fue mi única compañía, una compañía que había
preferido antes que a la de la mujer de mi vida, una compañía incondicional y
sincera. Me fui a la cama esperando que todo fuera un sueño.
Cuando desperté al día siguiente me vi reflejado en el ojo derecho
de Andrea. Estaba reposada a mi lado, tumbada a la largo en la cama en el sitio
que antes ocupada Sonia.
Me afloraron las lágrimas de emoción, Andrea estaba intentando
ocupar el hueco vacío que Sonia había dejado en la casa y en mi corazón para
que no me sintiese solo. Al acariciar sus suaves y frías escamas no entendía
como la gente critica tanto a las serpientes o quizás fuera que Andrea es
especial, con su cálido corazón lleno de bondad y compasión hacia mi persona.
En aquel momento decidí volcarme más, si cabe, en ella y devolverle todo el
amor y compañía que ella me ofrecía.
Todos los días al llegar a casa veíamos documentales sobre
serpientes y así ella veía a sus congéneres y yo aprendía a cuidarla mejor.
Luego me iba a la laguna y cazaba ratoncillos, tejones, ranas,
sapos,
lagartos y salamanquesas para alimentarla y al volver a casa los escondía para que ella desarrollara
sus sentidos buscando un alimento que siempre encontraba. Luego comencé a dejar
ratoncillos vivos, con alguna pata rota sueltos por casa para que los cazara y
he de admitir que todo aquel entrenamiento la había convertido en una excelente
cazadora con un gran sentido depredador.
Yo seguía echando de menos a Sonia, pero Andrea cada mañana amanecía
tumbada a lo largo en la cama y yo aprendí a reconocer sus esfuerzos por
hacerme feliz y me sentía mejor cuando la veía a mi lado, tan recta y
disciplinada.
Entonces, todos los Lunes,
antes de que ella cambiara de postura, cogía una cinta métrica que guardaba en
el cajón de la mesita de noche y medía cuánto había crecido hasta que un día
comprobé con agrado que medía lo mismo que yo. Así se sucedían los días, que fueron para mí felices a pesar de que mi
única compañía era Andrea, a la que contaba todos mis problemas aunque ella no
me pudiera contestar.
Desapareció el perro de la vecina, un animal diminuto y ruidoso,
al que todos los vecinos teníamos por un chucho del demonio, así que nadie se
esmeró mucho en la búsqueda. Por aquellos días yo comencé a preocuparme
intensamente por Andrea, que permanecía aletargada y prácticamente no se movía.
Había dejado de comer y estaba hinchada como un globo. En mi desesperación, una
noche decidí llevarla al veterinario al día siguiente, aunque eso significara
que todo el mundo supiera que vivía con una serpiente, pues por el gran tamaño
que tenía, sería imposible sacarla discretamente de casa.
Me fui a la cama y, ya mecido en un dulce duermevela, sentí como
Andrea se arrastraba hasta mi cama, subía y se postraba a mi lado, tan recta
como siempre. Recuerdo que me alegré porque llevaba unos días sin hacerlo y me
sentí cobijado y querido de nuevo. Así, con esa felicidad y tranquilidad plena,
el sueño se apoderó de mí, un sueño intranquilo en el que me veía arrastrado
irremisiblemente hacia la negrura de una cueva cuya entrada simulaba unas temibles
fauces de puntiagudos colmillos de roca.
Aquella mañana de Lunes, Andrea medía diez centímetros más y él
había desaparecido.
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