viernes, 13 de abril de 2018

Mi dulce Andrea


El reclamo que suponía el olor de la muerte era infalible. Al poco la vi llegar con la velocidad propia de quien se llena el estómago cada día, despacio. Se arrastraba sigilosa, elegante, su lengua bífida salía a intervalos regulares de sus fauces relamiendose por adelantado, segura de su triunfo en un lucha incecesaria. El ratón muerto colgaba de mi mano y ella lo observaba con toda la codicia capaz de mostrar los ojos fríos de una serpiente. Llegó hasta tu trofeo y se irguió poderosa, con la fuerza de unos músculos bien desarrollado a pesar de su juventud, Abrió sus fauces mostrando sus temibles colmillos y, con un movimiento tan rápido que no encajaba con su anterior parsimonia, me arrebató el pequeño roedor de las manos, sin hacerme ni un rasguño. Ella se llama Andrea y sabe muy bien que no se muerde la mano que te da de comer.

 Nunca habría imaginado que me encontraría una cría de boa en la laguna de mi pueblo donde, como mucho, había visto pasar serpenteando aterrorizada alguna culebrilla sin importancia. Seguramente alguien aficionada a los animales exóticos la había comprado para luego, por alguna razón que desconozco, abandonarla en aquel hermoso humedal. Indagué algún tiempo sobre ello, pero cómo había llegado Andrea allí, seguía siendo un misterio.

Recuerdo que me quedé muy quieto cuando aquella insignificancia de treinta centímetros se paró en medio del camino y levantó su cabecita desafiante. Yo me quedé hipnotizado por sus ojos negros y no puede evitarlo; me agaché y alargué la mano hacia ella, que trató de morderme asustada, pero tan pequeña era que no tenía desarrollados los colmillos y yo conocía la especie, no era venenosa.

La cogí por detrás de la cabeza y ella se enroscó en mi brazo intentando el abrazo mortal que su cuerpo, aun enjuto, no podía realizar, pero que resultaría mortal cuando fuera adulta.

Pensé en llamar a la protectora de animales, pues podría romper la cadena alimenticia cuando fuera una depredadora efectiva, dentro de unos años. Luego la miré y resolví algo mucho mejor que todo aquel ajetreo: decidí quedármela.

Era una oportunidad única para un amante de los reptiles como yo y no pude resistirme. Cuando llegamos a casa, y a falta de la debida urna de cristal, la metí en una caja de zapatos con un poco de carne picada que había comprado. Debería quedarse ahí hasta que colocara tablas de madera en puerta y ventanas y tapaba todos los orificios por los que podría escaparse. Pero ya estaba bien por ese día, me acosté y soñé con ella.

A la mañana siguiente Andrea no estaba en la caja. Ya pensaba que se había ido, cuando vino hasta mis pies suplicando comida. Ese día decidí que no haría nada para encerrarla y tampoco hizo falta, pues ella nunca intentó escaparse, nunca me dejaría solo.

Pasó el tiempo y Andrea crecía fuerte y sana. Nunca se supo que yo tenía un boa en casa, pues seguramente me la habrían arrebatado y, puesto que yo vivía sólo, no fue difícil de ocultar. Pero aquello iba a cambiar.

Había conocido a una chica, a la mujer de mi vida. Todo era perfecto y yo era feliz, pero la cosa mejoró aún más cuando decidimos que Sonia, mi novia, viniera a vivir conmigo.

Cuando se instaló, mientras colocaba su ropa al lado de la mía en el armario, Andrea decidió mostrar su presencia por primera vez, pues era muy curiosa. Sonia gritó aterrorizada pero yo cogí a Andrea  e hice las presentaciones.

Sonia no lograba entender mi pasión con Andrea pero no tuvo más remedio que aceptarlo y se quedó con nosotros aunque se horrorizaba cuando se encontraba a Andrea por el pasillo.

Pasaron dos meses y un día, cuando regresé del trabajo encontré a Sonia hecha un mar de lágrimas en la salita. Aseguró que “mi asquerosa serpiente” la había atacado y que no podía aguantar más aquella situación:

-          Se acabó, es ella o yo.

Mi miró muy seria y yo, con lágrimas en los ojos, en silencio, me encogí de hombros. Estoy completamente seguro de que Andrea sería incapaz de atacar a nadie.
Sonia hizo sus maletas aquella misma noche y se fue. Yo me quedé derrotado en el sillón llorando, con el alma y el corazón rotos. Andrea pasó toda la noche enroscada sobre mis piernas. Había pasado de los ciento cincuenta centímetros y aquella noche fue mi única compañía, una compañía que había preferido antes que a la de la mujer de mi vida, una compañía incondicional y sincera. Me fui a la cama esperando que todo fuera un sueño.

Cuando desperté al día siguiente me vi reflejado en el ojo derecho de Andrea. Estaba reposada a mi lado, tumbada a la largo en la cama en el sitio que antes ocupada Sonia.
Me afloraron las lágrimas de emoción, Andrea estaba intentando ocupar el hueco vacío que Sonia había dejado en la casa y en mi corazón para que no me sintiese solo. Al acariciar sus suaves y frías escamas no entendía como la gente critica tanto a las serpientes o quizás fuera que Andrea es especial, con su cálido corazón lleno de bondad y compasión hacia mi persona. En aquel momento decidí volcarme más, si cabe, en ella y devolverle todo el amor y compañía que ella me ofrecía.

Todos los días al llegar a casa veíamos documentales sobre serpientes y así ella veía a sus congéneres y yo aprendía a cuidarla mejor. Luego me iba a la laguna y cazaba ratoncillos, tejones, ranas, sapos, lagartos y salamanquesas para alimentarla y al volver a casa los escondía para que ella desarrollara sus sentidos buscando un alimento que siempre encontraba. Luego comencé a dejar ratoncillos vivos, con alguna pata rota sueltos por casa para que los cazara y he de admitir que todo aquel entrenamiento la había convertido en una excelente cazadora con un gran sentido depredador.

Yo seguía echando de menos a Sonia, pero Andrea cada mañana amanecía tumbada a lo largo en la cama y yo aprendí a reconocer sus esfuerzos por hacerme feliz y me sentía mejor cuando la veía a mi lado, tan recta y disciplinada.

Entonces,  todos los Lunes, antes de que ella cambiara de postura, cogía una cinta métrica que guardaba en el cajón de la mesita de noche y medía cuánto había crecido hasta que un día comprobé con agrado que medía lo mismo que yo. Así se sucedían los días,  que fueron para mí felices a pesar de que mi única compañía era Andrea, a la que contaba todos mis problemas aunque ella no me pudiera contestar.
Desapareció el perro de la vecina, un animal diminuto y ruidoso, al que todos los vecinos teníamos por un chucho del demonio, así que nadie se esmeró mucho en la búsqueda. Por aquellos días yo comencé a preocuparme intensamente por Andrea, que permanecía aletargada y prácticamente no se movía. Había dejado de comer y estaba hinchada como un globo. En mi desesperación, una noche decidí llevarla al veterinario al día siguiente, aunque eso significara que todo el mundo supiera que vivía con una serpiente, pues por el gran tamaño que tenía, sería imposible sacarla discretamente de casa.
Me fui a la cama y, ya mecido en un dulce duermevela, sentí como Andrea se arrastraba hasta mi cama, subía y se postraba a mi lado, tan recta como siempre. Recuerdo que me alegré porque llevaba unos días sin hacerlo y me sentí cobijado y querido de nuevo. Así, con esa felicidad y tranquilidad plena, el sueño se apoderó de mí, un sueño intranquilo en el que me veía arrastrado irremisiblemente hacia la negrura de una cueva cuya entrada simulaba unas temibles fauces de puntiagudos colmillos de roca.

Aquella mañana de Lunes, Andrea medía diez centímetros más y él había desaparecido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario