Normalmente no somos conscientes de los
trozos que vamos dejando por el camino. El día a día puede llegar a ser
agotador y estamos tan inmersos en la corriente que arrastra nuestras horas que
no notamos el desgaste que va lamiendo nuestras aristas y dejándonos cual
cantos rodados: anodinos, matificados, sanchopancescos...
El trabajo, los estudios, las relaciones a
veces confusas y difíciles... La interacción humana es tan necesaria como
agotadora y todo parece estar pensado para exigirnos, exprimirnos, moldearnos.
Brilla, pero no demasiado; destaca, pero encajando en el molde; ofrece al
mundo, pero sólo lo que el mundo te pida.
Y en esta sinrazón, de vez en cuando se
necesita un alto en el camino, estirar el brazo y agarrarse a una rama para
impedir que el río se te lleve. Stop. Vuelve a tus raíces, recuerda quien eres,
recupera lo que te han robado, rompe con esa presión y que el mundo te deba
una.
Aunque digan lo contrario, yo creo que es
lícito tomarse un momento para lamerse las heridas, reconstruirse, cambiar,
rectificar, recuperare y finalmente resurgir más grande, más fuerte.
Y cuando el río de nuestras vidas
desemboque en el mar, como decía Jorge Manrique, saber que viviste sabiendo
pararte a beber de los vientos y brillando bajo el sol, viendo formas en las
nubes y siendo quien tuviste que ser, aunque eso implique tropezarte con tus
vértices en vez de rodar suavemente hasta el fondo marino.
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