Cuando vi a aquel monstruo asesino, un gigante con corazón de
hierro forjado, cernirse sobre mí, me vino a la mente una historia. Todo el
mundo tiene una historia y yo vi pasar la mía ante mis ojos, como suele
decirse.
Al principio le vi venir de lejos. El estruendo y el rastro de
polvo y destrucción que dejaba a su paso lo delataban. Me hice a la idea de que
mi fin se acercaba y acudieron a mi
mente dos personas: mis padres, mis mentores.
Mi nacimiento fue todo un acontecimiento. Todo el pueblo vino a
verme, atentos a mis primeros movimientos, a mis primeros quejidos. El orgullo
y la ilusión se reflejaban en sus caras, que yo observaba extrañado e
interrogante. Mis ojos se abrían a un mundo nuevo, lleno de posibilidades y
esperanzas. Lo que yo no sospechaba era que ese mundo tenía puestas más
esperanzas en mí de las que yo tenía puestas en él.
Con el tiempo, verme por la calle se fue convirtiendo en algo
cotidiano y la expectación en sus rostros se volvió cordialidad y tranquilidad.
Era un pueblo y todo el mundo trabajaba para el bien de todos. Así que, bajo la
tutela de mis padres, pronto aprendí a ser útil al resto del pueblo. Aprendí un
oficio que llevo ejerciendo desde entonces: molinero. Yo me encargaba de
transformar las semillas de trigo de oro en harina, que luego se transformaba
en otras muchas cosas, en un proceso que me estaba vetado, eso era la
responsabilidad de otro. Cierto era que todos colaborábamos, pero también lo es
que cada uno se limitaba a su trabajo, sin cuestionar el de los demás y sin meter las narices en
ellos. Si nacías en el seno de una familia pastelera hacías pasteles, si lo
hacías en el de granjeros cuidabas de la granja y yo nací de padres molineros.
Ya casi podía vislumbrar el oscuro destino que me esperaba en las
pupilas de aquel gigante que me amenazaba con su honda, cual opuesto de aquella
fábula de David y Goliat, en la que el pequeño había crecido hasta aquellas
desmesuradas proporciones, siempre honda en mano, y el grande había menguado y
esperaba paciente su destino, pues ya sabía el final de la historia.
Los hijos suelen sobrevivir a sus padres y en mi caso no fue una
excepción. Recuerdo aquel triste día. Llovía, como en casi todos los días
fúnebres, como si el cielo se apiadara de ti y se uniera llorando esas lágrimas
frías que al caer a la Tierra
entonan una melodía celestial. Los recuerdo en sus cajas de pino, adecuadas
para un par de aldeanos trabajadores y honrados, pero pobres. Aún puedo sentir
la tierra removida a mis pies, aún puedo oír el sonido de la tierra al caer
sobre las cajas… Los días que pasaron tras ese terrible momento fueron días
plácidos, demasiado tranquilos. En otras palabras, días sin viento. No pude
trabajar pues por mis ventanas no entraba ni un soplo de mediodía, ni de
cierzo, ni de toledano. Nada entraba por las ventanillas de solano alto, ni por
solano fijo u hondo. Por moriscote nada e igual ocurría con matacabras. Se habían callado el ábrego hondo y el alto. Parecía que la vida
se había detenido. Pronto el pueblo se quedó sin harina y sin harina, no había
pan y sin pan, había hambre. Los aldeanos lloriqueaban a mi puerta, pero nada
podía hacer yo. El viento había muerto con mis padres.
No obstante aquella situación no duró demasiado y pronto todo
volvió a la normalidad. Hasta que cayó el primero…
El terrible gigante ya zarandeaba sus brazos temibles y sus puños
amenazantes me prometían más dolor del que hubiera sentido nunca. Pero eso ya
poco importaba pues yo estaba sumergido en la historia de mi vida y vagaba por
aquellos años de mi vejez.
Había oído de boca de la mujer del panadero que al otro lado de la
colina otros molineros, de los cuales yo ya había oído hablar estaban
renunciando a su vida, su oficio y, con su molino hecho ruinas, migraban hacia
otros lares donde la vida prometía más
alegrías y menos suplicios. Yo ya había oído hablar de aquel
utópico paraíso. Lo llamaban ciudades y decían de ellas que la gente se
agolpaba en casas pequeñas y en calles estrechas, que de pájaros no se
oían allí ni un solo trino, que no era azul
su cielo pero que abundaba lo que todo el mundo ansiaba, dinero.
Por el desuso y el abandono caían muertos los demás molinos y en
sus ruinas podían apreciarse todavía la tristeza de sus llantos mientras
esperaban a unos amos que no volvían. Pero nada podía hacer yo, ya viejo y
cansado. Seguí con mi trabajo hasta el último momento y mientras el agricultor
me trajera trigo.
Pasé mi vejez escuchando que crecían las ciudades, que se
acercaban a los pueblos comiéndole el terreno al campo y viendo como los
aldeanos se iban, uno a uno, a sus fauces. Hasta que ya un día, no volvió el agricultor con su saco de semillas de oro.
Incluso entonces esperé, demasiado arraigado a mis cimientos como
para darle la espalda tras tanto tiempo. Seguí aquí incluso cuando las ratas
del tiempo empezaron a corretear mi interior, incluso cuando la vejez hacía
chirriar cada uno de mis huesos y articulaciones. Seguí aquí sobreviviendo a
través de los tiempos.
Abrí los ojos, y a través
de una vista empañada por lágrimas de miedo, vi como el gigante lanzaba
sobre mí su puño de hierro. El primer golpe cayó en mis brazos, y crujieron las
aspas, se quebraron y cayeron al suelo. Ya no las volvería a alimentar el
viento. Entreabrí un ojo y vi la locura en sus ojos inanimados y cayó el
segundo golpe. En mi cabeza retumbaron el mazazo, los recuerdos y los años.
Noté como el cráneo se me partía y caían al suelo los ladrillos que pusieron
ahí mis antepasados, justo encima de los lirios que habían crecido sobre la
tumba de mis padres a mis pies, a los pies de su hijo no engendrado. Volví a
atreverme a mirar la muerte a la cara y vi la honda del gigante David lanzarse
sobre mí, un pequeño Goliat. Entonces, la piedra dio en mi alma y quebró mi
cuerpo mutilado.
Mientras caían mis huesos de piedra al suelo
me pregunté cuán loco estuvo Don Quijote
al confundir los molinos con gigantes malvados, sin saber que la verdadera
maldad se escondía tras aquellos humanos enanos.
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