jueves, 8 de noviembre de 2018

En la cresta de mi ola

A veces me perdía en las brumas de mi océano particular de pensamientos. Pero, poco a poco, conseguía volver a la orilla, a veces extenuada tras tantas aventuras. Y ahí, siempre él. Cuando mis ojos volvían a enfocarse en este mundo sanchopancesco y de colores ajados, su figura era siempre mi puerto de amarres.

Ahora le veía dormir, con la luz del sol alumbrando su rostro, recortada por la hendidura de la cortina, como un foco que para mi era el faro que me guiaba a casa. Me distraía el juego de la luz con esa barba de pocos días, mal recortada, donde se alternaban rojos, marrones y negros. Reparé en cómo el vello retrocede ante la frontera de sus labios, de cuya comisura prendía una gota de saliva perezosa. Ascendí dando saltos imaginarios de una peca a otra, hasta llegar a la sombra de sus pestañas y con el terremoto de uno de sus ronquidos resbalé por su mejilla y fui a parar a la curva de sus hombros.

Pensé en cómo, a pesar de no ser el más extrovertido, se las había apañado para salpimentar mis horas hasta regalarme cientos de arrugas. Y me pareció más asombroso aún que se las hubiera apañado para convencerme de adorar todas y cada una de ellas. Me pregunté cuántos sueños había abandonado inconscientemente desde que le había conocido, relegados ahora a vivir dentro de botellas náufragas en ese mar interior mío. Y lo peor de todo es que no me importaba en absoluto. Empecé a verle como lo que era, un ladrón infame, un encantador de serpientes, y aunque suene a locura, le amé por ello.

Porque jamás me había sentido más libre que cuando él callaba y para dejarme partir, dejándole atrás en la playa, sabiendo que en aquellos paseos en barco estaba la esencia misma de mi ser. Ni más escuchada como cuando al volver me pedía que le contase qué parajes había visitado. Era mi casa cuando necesitaba refugio y mi compañero en los remos cuando yo no podía vencer sola mis tormentas.

Me preguntaba cuántas más extravagantes facetas suyas me quedarían por descubrir mientras se desperezaba regresando de las garras de Morfeo. Y entre tantas preguntas sin respuesta, sólo una una cosa era segura: yo siempre volvería a su puerto y él siempre estaría ahí para atar las sogas de mi barca.

-¿Dónde estabas?

-Queriéndote.

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