Nadie le había explicado lo que era una guerra. Bueno, en realidad
algunos lo habían intentado. su madre, entre llantos, había
balbuceado algo sobre perder un hijo, mientras que su padre le había
hablado del deber y el honor. Luego, en el cuartelillo donde se
alistó montaron un pequeño cine en una sala con una de esas
películas promocionales donde se repartían promesas de victoria y
heroísmo.
Pero nada de aquello
pudo hacerle entender realmente donde se metía. Expectante, se sentó
en la puerta de casa esperando al camión que debía recogerle para
llevarle a la instrucción y una vez allí, sin un segundo que
perder, se les entrenaba día y noche para salvar a su país, a su
pueblo. Para ser héroes. No se toleraba ningún descuido, no había
tarea nimia o irrelevante, desde hacer un nudo hasta disparar un
arma, cualquier cosa podía significar la diferencia entre la vida y
la muerte.
Siendo sinceros, la
vida y la muerte eran conceptos que se le antojaban ajenos a pesar de
estar constantemente en la boca de sus superiores. Nacido en una
familia bien, el derecho a seguir respirando era inherente a su
persona y la muerte era algo que quedaba lejos, merodeando en un
futuro muy lejano. Qué equivocado estaba.
Ahora, después de
meses en las trincheras, se preguntaba cuántos cronopios como él
había visto morir, pues ya había perdido la cuenta. La muerte,
ascendida de nebulosa idea a sustantividad irrevocable, infectaba los
cuerpos de jóvenes que vinieron a ser héroes y se marcharon vacíos,
con la mirada velada y los zapatos robados.
Con las ruedas del
pensamiento tan enredadas en horribles visiones que ya no podían
seguir funcionando, se quedó su cascarón vacío, un autómata que
repetía aquellas tareas tan cuidadosamente aprendidas. Y cuando le
tocó a él sangrar en el suelo pensaba en lo ingenuo que había sido
creyendo que tenía derecho a la vida, cuando en realidad sólo se
tiene derecho a la muerte en una guerra que arrastraba por el barro
la bonhomía de los hombres.
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