Noté las diminutas
gotas caer sobre mi como la caricia
imperiosa del amante que exige ser amado. El peso de su cuerpo cayó sobre el
mío cual delicada pluma de plomo. El aliento de su garganta, maltratada por los
años y el frío, me rozó la piel erizando cada uno de mis nervios y poniéndome
en tensión. Llegó la hora.
Había visto cientos de
vidas correr por los linderos del tiempo hasta caer por el negro precipicio,
miles de sonrisas y lágrimas, pero ninguna gotita de sal se parecía a aquella
que me manchaba la piel, abrasándome furiosa
como si acabar conmigo quisiera. Mucha lluvia me había bañado desde que
lo vi por primera vez.
Antaño, cuando me
abría al mundo, todo me asombraba y se iban rompiendo a trozos los espejos de
mi inocencia con una desilusión tras otra. Durante el día parecía vivir en un
mundo de ensueño, ajetreado cual panal de trabajadoras abejas, pero cuando el
Sol se esconde tras la maraña de edificios y se lleva el calor tibio de su luz
de ámbar, la Luna ocupa su puesto cortando el aire con los afilados haces de su
fría luz mortecina y, entonces, la amabilidad en los rostros se transformaba en
amenaza y de cualquier gesto de ayuda se teme una puñalada mortal.
Ya no me extraño
cuando veo al vagabundo que se acurruca en la esquina de un portal rogándole al
cielo despertarse al día siguiente. Son tantos los que he visto, que parecen
ser sólo un bulto más en una noche llena de penurias. A veces despierta y
otras, duerme para siempre, pero qué más da, es inevitable. Tan indiferente se
queda mi alma, que pareciera que mis ojos ven a través de esos cuerpos sucios y
escuálidos que tienden una mano suplicante de una triste moneda.
Yo, como tantos otros,
había desterrado de mi corazón la buena voluntad de salvarles, desprendiéndome
del sueño quijotesco de acabar con una injusticia que parecía ser demasiado
proliferante para un sólo caballero de brillante armadura.
La brisa nocturna trae
los susurros amenazantes del que se cree fuerte por sujetar un arma en la mano,
metal incandescente que quema la moralidad, escarcha que hiela la voluntad del
nervio traicionero que lleva la orden del crimen. El llanto ahogado del infeliz
al que ahora le toca someterse a la voluntad del insensible que le amenaza,
arma en ristre, flota en el ambiente de esas calles en las que las madres,
tranquilas, dejan jugar a sus hijos durante el día sin pensar siquiera en la
maldad que habita en el alma torturada de estos maleantes. Los sollozos graves,
de barítono, suben los decibelios hasta transformarse en el grito desgarrador
nacido de una garganta que pudo ser la de cualquiera.
Gritos oídos por
muchos e ignorados por todos que son para los vecinos, de vida tranquila y
confortable, como el canto de unos pájaros que no habitan en la ciudad o el
arrullo de un río al pasar, un río de sangre inocente a veces, culpable otras.
De cualquier manera, será un sonido tan usual como las pisadas en la acera,
como las gotas de lluvia, como las gotas de sangre que ahora caen sobre mí.
Nada pudiera hacer yo,
plebeyo y humilde campesino asomado a una vida aristocrática que nunca pudiera
disfrutar, siendo así exiliado de sus jolgorios, pero igualmente exento de sus
obligaciones para con una realeza que muere asesinada por la negligencia de su
guardia personal. Quienquiera que deba asumir la misión de caballero no seré
yo, que sólo soy soporte del escudero.
El viento trae también
un gemido más lastimero si cabe, que el de aquel que pierde la vida en un
suspiro, y es el de aquel ser degradado que se autodestruye en dosis, adicto
al dolor de una aguja que penetra en la
piel e incapaz de sacarla después. Siendo la sustancia el camino de los sueños,
de la esperanza, de un mundo que nunca existió más allá de la jeringa,
anestesia general para hacer más
llevadera la operación mortal en la lucha contra la enfermedad de la vida que
está perdida de antemano, pues nunca se sale del quirófano.
El baluarte de
esperanza, abandonado por la voluntad demasiado volátil para sobreponerse,
queda a merced de las malas artes que construyen la fortaleza de ilusiones y
falsedades, quebrantando el ser que de ellas se hace dependiente para
protegerse de una verdad que nunca
asimiló.
Y por toda herramienta
de destrucción, una lanza corta de
afilada punta que muerde la carne con el ansía del león hambriento y que, cual
serpiente venenosa, inyecta el sedante que hace sumisa a la victima de su
vileza. Cae la lanza muerta sobre mi, ensangrentada y vacía una vez más. Hace
que los nervios se me retuerzan asqueados
pero no puedo evitar el contacto. Cae el caballero vencido en la justa,
demasiado cobarde como para afrontar la
lanza inamovible, fuerte e injusta de la vida, dolorosa pero al fin y al
cabo, roma.
Tan pequeña es esa
lanza que lo fue todo para el caballero, que desapercibida pasa al viandante
que camina por su lado. Para mí no es tan fácil olvidarla, pues son cientos de
ellas las que sobre mi descansan esperando sedientas su siguiente víctima. Sin
embargo, nada puedo hacer por los caballeros que perdieron el arma que contra
ellos se volvía, pues yo sólo soy la armería.
La hipocresía del
mundo bañado de oro es tal que hasta finge desconocer que cuando se oculta el
Sol se descubre que no son de oro sus paredes, sino de áspero y pesado plomo,
metal demasiado sanchopancesco para construir un mundo que los humanos quieren
considerar perfecto, como una madre no ve los defectos del hijo. La desidia no
hace que se esfumen los pobres, maleantes o adictos, no por no escuchar, los
gritos se oyen menos.
En mi juventud quise
ser el cobijo del necesitado, el salvador de las victimas, el doctor del
enfermo. Eso fuera antes de que el talante pasivo de una sociedad que camina a
un ritmo discordante, cual metrónomo
estropeado, me contaminara los sueños de superhéroe y noble caballero y me
llenara de un amargo sentimiento de impotencia que hizo de mi alma justiciera
la placa de hielo por la que discurren sin hacer mella todo aquello que
estropea mi visión de ese mundo mío dorado.
De vez en cuando algún
brote de antaño florece como un torbellino de indignación hacia todo lo que veo
y que nadie hace nada por remediarlo, me consuelo entonces pensando que sólo
soy el suelo de una ciudad cualquiera y que si ha de haber un Don Quijote, no
he de ser yo, sino todos aquellos que dicen ser humanos.
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