sábado, 7 de julio de 2018

El diván


Se le antojaban distantes esos brazos que la rodeaban en un abrazo de bienvenida. Cómo podía el gesto de cercanía por antonomasia ser algo tan frío y lejano, era algo que se le escapaba. Al separarse pudo ver una sonrisa en el rostro de su madre que, definitivamente, carecía de los signos de Duchenne.  Y suspiró. Qué gusto volver a casa.

Las conversaciones se sucedían como simples trámites: superficiales, sin entrar mucho en la vida de ella, ni en la monótona existencia de ellos. Hay que decir que, a pesar de recordar su infancia de forma muy tierna, hacía muchísimos años que se sentía una extraña en su propio hogar, lo que había provocado que la relación con sus progenitores se limitase a gestos de cariño calculados, a lo políticamente correcto. Una ley del mínimo esfuerzo emocional.

Mientras comían todos juntos, ella pensaba en que la querían lo suficiente como para pagarle un psicólogo, pero no lo suficiente como para darle ellos mismo el tratamiento que necesitaba: confianza, seguridad, reconocimiento… Su propia queja se le antojaba infantil, había gente en situaciones mucho peores.

En las sesiones había aprendido que los psicólogos no tienen la costumbre de escribir anotaciones, como se veía en las películas. Y también alguna cosilla sobre sí misma y sobre las relaciones humanas. Descubrió que las palabras con las que pensamos sobre nosotros mismos tienen el poder de transformarnos, que los sentimientos se gestionan y no son erupciones de sensaciones que se arremolinan en tornados que igual te llevan a las puertas del cielo, que a las escaleras de los infiernos.

En gran medida, la terapia consistía en averiguar cuál es el origen del conflicto. Habría que preguntar a ambas partes, pero para ella estaba muy claro: todo comenzó a torcerse cuando comenzó a tomar sus propias decisiones. Las compañías, la forma de vestir… cosas propias de la adolescencia, discusiones que tienen lugar en cualquier familia. Pero luego se extendió a lo que quería estudiar, a dónde iba a vivir, aquel tatuaje, aquella pareja, aquel trabajo, sus aficiones…

Sus padres, en una creencia ciega de que la vida que ellos habían imaginado para ella era la única opción válida, se irguieron jueces y verdugos de cada una de sus acciones, acorralándola entre lo que ella quería y lo que ellos aprobaban. Ella, como gato panza arriba, se había negado a traicionarse a sí misma, así que con cada decisión compraba un ladrillo tras otro que iban haciendo más alto el muro que le separaba de las dos personas que más deberían haberla querido.

Se equivocó muchas veces, con sus correspondientes “te lo dije”, y acertó otras. A veces incluso descubrió habilidades que no sabía que tenía, o cosas que nunca hubiera imaginado que le gustarían. Su mundo cambió con respecto a aquel en el que había crecido a salvo, ni mejor ni peor, sólo diferente. Se arrepintió de haber hecho algunas cosas, y de no haber hecho otras, pero también se sentía orgullosa de la persona en la que se había convertido, de los talentos que había cultivado, aunque pare ellos nada de eso tuviera mérito.

Así que, mientras recogía la mesa, pensó que en la siguiente sesión hablaría de que quizás la fuente de su felicidad estuviera en dejar de preocuparse por una aprobación que había vendido a cambio de un mundo enteramente suyo.

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