jueves, 5 de julio de 2018

Crisis de identidad


Ya hacía tiempo que la taza se había enfriado y no calentaba mis manos, desprotegidas al frío de la intemperie, mas yo la seguía sujetando en un esfuerzo por sacar de ella un último atisbo de calor. En mi ensimismamiento todo me parecía gris, los edificios, las aceras, los pájaros, las personas... Sin embargo el verde del césped y el árbol chillaba entre tanta monotonía, presumiendo de vida.

Se me antojó mullido, fresco, enérgico y, de repente, me encontré deseando formar parte de aquella electrizante vivacidad esmeralda. Envidié la caricia del viento en las ramas, moviéndolas en un baile al son de una música secreta e hipnotizante. Quizás la música de mis auriculares sonaba demasiado fuerte, impidiendo que el jolgorio de la cafetería a mi alrededor me sacara de aquel embrujo, pero no añoré volver a mi cárcel de carne, yo quería ser árbol. Tan lleno de vida, tan completo, tan alegre en su danza, y sin embargo tan apacible, tan simple, tan estático. Observador en su quietud y majestuosidad, tan sólo preocupado de alcanzar las nubes, de sonreírle al sol.

Volví a bajar la vista a los posos de un café que ahora me  estremecía los nervios y un pequeño regreso a la realidad me llevó a preguntarme si aquel árbol fuere un soñador como yo, ¿y si aquel árbol ansiaba ser persona? Quizás él aspiraba al bullicio de aquella cafetería, al sabor de aquel café. Tal vez quería viajar, pasear, curiosear lo que había al otro lado del muro y más allá.

Lo miré con pena y desaliento y ya no me pareció tan grácil el vaivén de sus ramas, ahora semejantes a los brazos suplicantes de un niño, su gran altura quería ser un esfuerzo por moverse de donde no podía y, a sus pies, miles de hojas muertas, valientes soldados que nunca volverán de su aventura.

Sentí compasión, compasión de él y de mi, ambos estancados en una dimensión del universo que no queríamos, dispuestas a escapar a la primera oportunidad, pero sin que se nos presentara ninguna. Solté la taza en el platillo manchado de café, ¡que frustración!

De pronto, una ráfaga fuerte de viento, cual si la brisa se hubiera enojado a la par mía, hizo estremecerse a mi compañero de fatigas, lo dobló y retorció, pero él siguió aguantando. Fuerte y espléndido, volvió a presentarse triunfador cuando la ventolera pasó. Verde, majestuoso, apacible, tranquilo, lleno de vida...

Quizás el café había sacado punta a mis cansados pensamientos, pero ahora, con su efecto a término, busqué con la mirada la comprensión de mi nuevo amigo y pensé que quizás el árbol era feliz siendo árbol, así que pague la cuenta y volví a vivir mi vida de persona.

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