Ya hacía tiempo que la
taza se había enfriado y no calentaba mis manos, desprotegidas al frío de la
intemperie, mas yo la seguía sujetando en un esfuerzo por sacar de ella un
último atisbo de calor. En mi ensimismamiento todo me parecía gris, los edificios,
las aceras, los pájaros, las personas... Sin embargo el verde del césped y el
árbol chillaba entre tanta monotonía, presumiendo de vida.
Se me antojó mullido,
fresco, enérgico y, de repente, me encontré deseando formar parte de aquella
electrizante vivacidad esmeralda. Envidié la caricia del viento en las ramas,
moviéndolas en un baile al son de una música secreta e hipnotizante. Quizás la
música de mis auriculares sonaba demasiado fuerte, impidiendo que el jolgorio
de la cafetería a mi alrededor me sacara de aquel embrujo, pero no añoré volver
a mi cárcel de carne, yo quería ser árbol. Tan lleno de vida, tan completo, tan
alegre en su danza, y sin embargo tan apacible, tan simple, tan estático.
Observador en su quietud y majestuosidad, tan sólo preocupado de alcanzar las
nubes, de sonreírle al sol.
Volví a bajar la vista a
los posos de un café que ahora me estremecía los nervios y un pequeño
regreso a la realidad me llevó a preguntarme si aquel árbol fuere un soñador
como yo, ¿y si aquel árbol ansiaba ser persona? Quizás él aspiraba al bullicio
de aquella cafetería, al sabor de aquel café. Tal vez quería viajar, pasear,
curiosear lo que había al otro lado del muro y más allá.
Lo miré con pena y
desaliento y ya no me pareció tan grácil el vaivén de sus ramas, ahora
semejantes a los brazos suplicantes de un niño, su gran altura quería ser un
esfuerzo por moverse de donde no podía y, a sus pies, miles de hojas muertas,
valientes soldados que nunca volverán de su aventura.
Sentí compasión, compasión
de él y de mi, ambos estancados en una dimensión del universo que no queríamos,
dispuestas a escapar a la primera oportunidad, pero sin que se nos presentara
ninguna. Solté la taza en el platillo manchado de café, ¡que frustración!
De pronto, una ráfaga
fuerte de viento, cual si la brisa se hubiera enojado a la par mía, hizo
estremecerse a mi compañero de fatigas, lo dobló y retorció, pero él siguió
aguantando. Fuerte y espléndido, volvió a presentarse triunfador cuando la
ventolera pasó. Verde, majestuoso, apacible, tranquilo, lleno de vida...
Quizás el café había
sacado punta a mis cansados pensamientos, pero ahora, con su efecto a término,
busqué con la mirada la comprensión de mi nuevo amigo y pensé que quizás el
árbol era feliz siendo árbol, así que pague la cuenta y volví a vivir mi vida
de persona.
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