Vienen a mí, mecidos
en tu seno, trazos de su historia. Aquella historia de la que sólo recuerdo los
trozos balbuceantes, incomprensibles, pero que siento grandiosa. Ahora que te
contemplo, que siento tu vaivén bajo mis pies, puedo comprender la inmensidad
de tu misterio, y ya no se me antojan ridículas invenciones aquellas partes de
la historia que antaño sólo creí que fueran cuentos para dormir.
Las palabras que
construyen aquella historia vienen a mí, tú me las traes, y te odio por ello.
Te odio porque son aquellas palabras que tengo guardadas en un cofre con mi
pena en el fondo de mi alma, son aquellas palabras que siempre quedaron en el
aire durante una visita. Tú, desafiante y cruel, no me traes un cuento para
dormir al son de tu mecer, tú me traes los desvelos por una culpa de la que no
me limpiarán tus ponzoñosas aguas negras. ¿Cuántas veces prometí escribir los
anales que desesperaban por salir de sus titubeantes labios? Promesas
inconclusas por la falsa sensación que tenemos los jóvenes de que todo el
tiempo del mundo es nuestro, sin saber que, precisamente tiempo, es lo que
nunca tendremos en esta efímera existencia nuestra.
Le recuerdo sentado,
parecía estar siempre sentado, aunque puedo retener alguna imagen, algún recuerdo,
en el que estaba de pie. Pero eso fue hace mucho. La vida parecía haber
descargado sobre él todo su peso, y ahora no podía estar de pie, el yunque lo
aplastaba, ahora siempre estaba sentado. Ella siempre a su lado, siempre
tendiéndole la mano con la ayuda necesaria. Era ella quien traducía su
frustrada farfulla para mí, era a través de la boca de ella como me llegaban
sus historias, historias sobre ti, historias que vivió contigo, aventuras a las
que tú le llevaste.
Escuchándolas, quién
no querría mudarse a tu seno para vivir las aventuras que él vivió. Pero yo no
vengo aquí por eso, yo no quiero tus promesas de andanzas increíbles, no será a
mí a quien seduzcas con tu suave murmullo constante, porque yo sé lo que eres,
yo sé lo que haces. ¡Se te da tan bien! Atraer pobres almas de sal, darles lo
que nadie más podía: libertad, aventuras, descubrimientos, una vida de la que
estar orgullosos. Cada ola los encandila, cada tormenta vivida a bordo los
seduce, la promesa de un techo de innumerables estrellas y una cuna de eterno
mecer suave, cual del de una madre a la cuna de su retoño, imposible de
rechazar.
Pero, mientras les das
todo eso, vas lamiendo sus almas de sal, vas diluyéndolos en tu regazo, de
manera que, cuando esos pobres esclavos de tu arcano son demasiado viejos para
continuar con su aventura, y el yunque de la vida ya los obliga a estar
sentados, los dejas varados en una orilla para nunca más poder volver a ti.
Para esas alturas están consumidos por ti, sedientos de ti, pero sólo les queda
contemplarte a los lejos y navegar en sus sueños cada noche, porque tú los has
cambiado por almas más jóvenes, repletas de sal. Los ojos de los abandonados,
vacíos de toda expresión, sus manos vacías de coraje, y todo el cansancio de
sus años contigo parece aparecer de golpe, añadiendo kilos a ese yunque ya de
por si pesado. Tú les haces feliz por algunos años, e infeliz el resto de sus
vidas.
Mi cuentacuentos tuvo
suerte, cuando lo escupiste tenía una familia que no paraba de crecer, una
familia que bebía de sus palabras como él lo hacía de ti. Aquello lo mantuvo
atado a la cordura tras tu pérdida, pero yo podía ver, cuando contaba aquellas
historias, que la añoranza por ti dormitaba en un rincón de su disminuida alma
de sal. Pasaron los años sin ti, vino la enfermedad, pero siempre estuviste
presente tras sus ojos cristalinos y sus, cada vez más escasas, palabras.
Yo sé tu secreto. Tras
tu dulce movimiento sólo hay atrocidad. Toda esa sal que hoy hay en tus aguas
no es más que el alma robada a aquellos que se atrevieron a amarte. Cientos,
miles y millones de soñadores a los que les diste una falsa sensación de
libertad cuando en realidad eran siervos de tus deseos, eran la presa de la que
te alimentabas. Por eso yo te odio, por eso te desafío ahora, porque sé que no
tenías bastante con aquellos que se perdían irremediablemente es tus aguas, no
tenías bastante con la sal que les quitabas a los que contigo pasaban años. Tú,
monstruosa sombra de la Muerte, tú también te llevas la sal que les queda a los
que mueren en sus camas en tierra, te cuelas en sus últimos pensamientos para
arrebatárselos de nuevo a sus seres queridos que por ellos velan.
Yo te desprecio porque
añadiste el peso al yunque que haría que él estuviera ya por siempre tumbado,
porque no me dejaste tiempo para cumplir mis promesas.
“El mal. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!”
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